“Me voy a Escocia. Me quedan dos días de vida”. Con sólo diez palabras lapidarias garabateadas en un Post-It se despedía Marta de su compañera de piso y abandonaba Madrid con una mochila y su teléfono móvil como única compañía. Se preguntó si sería la última vez que vería ese cielo dorado quebrado a zarpazos de pájaros metálicos que se colaba cada amanecer por la ventana de su dormitorio. No podía perder ni un segundo.
Todo había empezado cuando de forma pueril, juguetona, introdujo su nombre y apellidos en un buscador de Internet para ver las coincidencias que había en el resto del mundo. Por alguna razón nunca lo había hecho, hasta ese día. “Marta Solé”, tecleó. Símbolos aleatorios en un universo virtual caprichoso. Sin embargo, no estaba preparada para lo que vendría después.
La pantalla se llenó de sombríos obituarios que, por alguna casualidad, estaban ordenados de forma cronológica. “Menudo resultado tétrico me ha tocado”, pensó.
1.- Martha Sole. Desaparecida en los bosques de Glen Clova (Escocia) y dada por muerta el 18 de octubre de 1512.
2.- Márta Sole. El 18 de octubre de 1612 fue ejecutada en Pálháza (Hungría) tras haber sido acusada de brujería por su propia familia.
3.- Marta Sole. Dormía cuando falleció en Nepi (Italia) el 18 de octubre de 1712.
4.- Марта Солэ. Asesinada en Omsk (Rusia) el 18 de octubre de 1812.
5.- Marthe Sole. Internada en un hospital de reposo de Lyon (Francia) hasta su suicidio, el 18 de octubre de 1912.
A punto estaba de cerrar la página cuando algo llamó su atención. Todas esas mujeres que llevaban su nombre y habían muerto en la misma fecha, pero con 100 años de diferencia, dejaron este mundo el día de su trigésimo cumpleaños. A Marta le quedaban dos días para cumplir los 30, justo el 18 de octubre de 2012. “A ver si voy a ser yo la siguiente”, pensó, esbozando una sonrisa escamada y apartando de su mente tan macabra casualidad.
Apagó el ordenador y salió de casa sin rumbo, su mente ya impoluta y refulgente. Las calles raídas de Madrid siempre le acogían como un amante esporádico, sin preguntas ni expectativas. Pero no había llegado a la esquina cuando un anciano envuelto en arambeles se chocó contra ella y le hizo parar en seco. Mirándole a los ojos, el hombre le ensartó en el alma un aviso impostergable. “Ya sabes lo que te espera. Vuela, niña, vuela. No pares hasta cambiar lo que la última de vosotras no pudo”. Y desapareció como había llegado, entre la luz del atardecer y las sombras desgastadas del centro.
La punzada que sintió junto al corazón le hizo volver sobre sus pasos. Siempre se había vanagloriado de ser una escéptica, recelosa de la veracidad de cualquier afirmación que careciese de prueba empírica suficiente. Pero algo le decía que esta vez era diferente. Volvió a casa y encendió el ordenador sin saber que estaba cambiando el rumbo de todos los acontecimientos posteriores.
Google, esa fuente inagotable de sabiduría para la mayoría de los mortales, legos e ignorantes, le reveló muchos datos acerca de Marthe Sole, la última de la lista. La hija de Marthe había alcanzado la fama con una novela cuya protagonista era una mujer desequilibrada, convencida de que una sorda maldición acechaba a todas las mujeres con su mismo nombre. Al parecer, la mujer descubrió cómo cambiar su destino demasiado tarde y pidió como última voluntad que grabasen su hallazgo en la lápida que la acogería al alcanzar la treintena. La portada del libro era una imagen de la tumba de Marthe, donde rezaba lo siguiente:
MARTHE SOLE
24.9.1882 – 24.9.1912
J’ai peur, mais quand faut y aller, faut y aller.
Je ne pas pu lutter contre le destin, toi n’arrête pas d’essayer. Si tous veux vivre, libère la première d’entre nous.
Nunca había estado tan contenta de que en el colegio le obligasen a aprender un segundo idioma a golpe de castigos fuera del horario escolar. Aunque oxidados, sus conocimientos de francés le permitieron leer: “Tengo miedo, pero si hay que partir, hay que partir. Yo no pude luchar contra el destino, tú no dejes de intentarlo. Si quieres vivir, libera a la primera de nosotras“.
“Me voy a Escocia. Me quedan dos días de vida”. Colgó el papelito en la puerta de su habitación y salió hacia el aeropuerto. Tenía que encontrar a Martha Sole, la mujer que había desaparecido en el bosque 500 años atrás. Abstraída en la cacería de respuestas desde su móvil, la espera junto a la puerta de embarque nunca había sido tan breve. En su mente ya no había trajín de maletas, conversaciones apagadas, azafatas uniformadas ni colas de pasajeros. Había visto una imagen de su próximo destino: el castillo de Glamis, lugar de residencia de su atávica homónima.
Escocia olía a días mojados y luchaba contra el cielo para abrirse paso entre las nubes. Sabía a mantequilla y regalaba los cuatro elementos: tierra, agua, mar y aire con una luminosidad plomiza que enamoraba desde el primer contacto. Era una noria de sensaciones abrigada en tartán de lana que desde el taxi ya dejaba entrever la diáspora de clanes, dinastías y reyes.
Respiró hondo. Había llegado a las puertas del castillo de Glamis y ocho torres de siete metros coronadas por almenas piramidales le daban una bienvenida inquietante. El largo camino de acceso, flanqueado por abedules y cardos, sólo sirvió para que se sintiese aún más abrumada por la belleza del edificio en forma de V. Un hogar que, a ella, se le antojaba estaba ofreciendo un abrazo a todo el que se atreviese a poner un pie allí.
Era tan temprano que sólo pudo encontrar al encargado del cuidado de los jardines. Ante la fanática insistencia de Marta, el hombre le llevó a la parte trasera del castillo. Juntos, en silencio, recorrieron un sendero oculto por el follaje hasta el lugar donde, bajo un árbol, estaban enterrados los restos de Lady Martha Glamis, nacida Martha Sole. “Aquí está su cuerpo, pero no su corazón“, le confesó el jardinero con su acento grave, de sonidos largos y vocablos irrepetibles.
Martha deseaba tener un descendiente varón que ofrecer a su esposo, pero los años iban pasando y su vientre permanecía yermo. El jardinero le susurró que fue el mismísimo Black Donald, el diablo, quien se presentó ante ella para ofrecerle un bebé a cambio de su corazón. Tal era la desesperación de Martha que aceptó, pero cuando tuvo al niño entre sus brazos supo que no podría cumplir su promesa. Esa vida regalada la necesitaba por encima de cualquier pacto porfiado. Pero el día del trigésimo cumpleaños de Martha, Black Donald se presentó en el castillo para cobrarse el negocio. Según la leyenda, la mujer huyó a caballo y atravesó 34 millas hasta refugiarse en los bosques de Glen Clova, donde se arrancó las entrañas y las escondió para que nunca fuesen del demonio. Él, encolerizado, maldijo a todas las mujeres que llevasen su nombre prometiendo que, cada 100 años, una de ellas debería entregarle su vida para compensar el desaire de Martha. “Hasta que su corazón no vuelva al castillo, la maldición perdurará”, sentenció el jardinero. Pero sólo las condenadas podrían encontrar el camino a la salvación.
Así fue como Marta se adentró en los bosques de Glen Clova, con más miedo que intriga. Las carreteras nubladas que le habían acompañado hasta entonces se convirtieron de repente en una explosión de colores verdes y marrones regados por un riachuelo que invadió por completo su alma. Le recordó a los ojos de alguien a quien había conocido hacía tiempo, en otra vida. Alguien a quien había amado sin medida cuando no sabía que le quedaban apenas unas horas de vida.
Jamás había puesto un pie en Escocia antes de ese viaje, pero, por alguna razón, sintió que conocía el camino. Cada piedra, cada manto de musgo, cada helecho salvaje le iba guiando en una ruta desesperada hacia lo imposible. O no. Hasta que la vio. Apenas tapada por unas coníferas y rodeada de dalias blancas en flor, era la única piedra que no encajaba dentro de ese ecosistema. Pálida, suave, delicada, casi desértica. Y en ella, escrito con la más pulcra de las caligrafías, alguien había grabado el acrónimo S.T.T.L. Sit Tibi Terra Levis (Que la Tierra te Sea Leve), la locución latina que los romanos cristianos usaban para evocar la angustia del cuerpo oprimido.
Era Martha. La había encontrado. Ahora podía cambiar el destino. Sólo tenía que levantar esa piedra y todo habría acabado. Como dijo el anciano, habría tomado las riendas de su vida. Ahora era ella, Marta Solé, la española, la última de la saga, quien decidía. Podía regalarle eterno reposo al corazón de la mujer o dejar que la maldición la atrapase a ella y a saber a cuántas más. Tanto poder en tan sólo dos manos enfundadas en guantes de piel.
Contempló la piedra durante horas, perdiendo por completo la noción del tiempo hasta que, por fin, con los dedos trémulos y el alma convulsa, levantó ese bloque níveo. Sólo entonces, al entrar en contacto con la roca, lo comprendió. No podía traicionar a Martha. Ella, la primera de todas, había burlado al peor de los consejeros y, aunque las hubiese condenado a todas, lo hizo para preservar la vida de aquello que sólo se puede amar con la más grande de las pasiones. Y allí, armada con el valor más afilado del planeta, unió su corazón al de Martha y se desvaneció.
El reloj de su muñeca marcaba la medianoche. Era 18 de octubre de 2012.
SIT TIBI TERRA LEVIS.
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